viernes, 5 de agosto de 2016

El Amor Todo Lo Puede

No me gustan las frases hechas o las que se usan para sentar cátedra, como la de arriba. Siento una mezcla de rabia y aburrimiento cuando las oigo porque la persona que las usa no se ha molestado en ser medianamente original o simplemente, de filtrar las conclusiones de otros sobre la vida y hacerlas suyas aportando algo propio. 
Como si la sustancia que pudieran tener al principio  se hubiese ido perdiendo cada vez que alguien ha recurrido a ellas para explicarse. Es como esa ropa usada que pasa por varios hermanos y cuando te la pones ni te queda bien ni te gusta y da igual, porque te la tienes que poner de todas formas.
Corría el inicio del año 92 y Martes y Trece en la última gala del año puntualizaba lo importante del año con la exposición universal y las olimpiadas  ("mil novecientos noventa y dos", decía uno "no nos va a dar tiempo", cantaba el otro. El dúo cómico vestía igual que los niños de San Ildefonso en  la lotería de navidad y uno de ellos echaba cemento con una pala en una hormigonera mientras el otro constataba el resultado) .
Aún estaba en el instituto, las notas habían sido razonables y en casa a mi hermana y a mí nos premiaron con material de esquí. Aprovecharíamos el fin de la temporada y encontraríamos buenas marcas a precios más que asequibles. 
Toda la familia, menos mi hermano mayor (en el coche no cabíamos tod@s), acabamos en un centro comercial francés en las afueras de Biarritz (o San Juán de Luz, ya no me acuerdo bien). Las ofertas eran tan buenas, que se habían acabado. Ni rastro en las tiendas del final de la temporada y  productos a un precio habitual.
Nos dimos una vuelta por el sitio antes de volver de vacío al coche y en una de las tiendas de animales vimos una madre con tres cachorros de caniche. 
Los álbumes antiguos de mis padres tenían fotos que amarilleaban en los bordes y cinco perros posaban indiferentes en el patio detrás de la casa.  No recuerdo a ninguno, Sapiturrina (la más fea y simpática que comenzaba todas las polémicas y arrastra a sus hermanos), Tardón, (que tuvo parásitos intestinales y hacía todo más despacio hasta que la medicación hizo efecto y se descubrió que era el más brioso de la camada) y el resto se colaron en alguna historia infantil pero poco más.
Mi madre nos dejó claro  lo mucho que había sufrido al tener que regalar a los pequeños (cinco perros y tres bebés criándose en un piso.... sin comentarios) pero dejó una puerta abierta "si alguna vez tenemos perro, también será un caniche".
La puerta parecía no abrirse nunca a pesar de que tuvimos varias oportunidades con perros callejeros y los gatos que se habían adueñado del patio de atrás. 
"¿No querías caniches? pues ahí tienes tres para elegir". En el escaparate una madre amamantaba  a  tres pequeñines que eran todo pelo. Después de que mi padre los confundiera con pekineses, se improvisó una pequeña reunión familiar en el pasillo
"¿Quién lo va a llevar a matar?" mi madre a veces no se andaba con tonterías. Un compromiso de vida, solo de su vida, "¿quién lo sacará?" después de unas respuestas rápidas entramos en la tienda. Los cachorros estaban sucios y aún no tenían las vacunas, así que concretamos volver al día siguiente.
"¿Un chucho, habéis comprado un chucho?" decía mi hermano con una mezcla de incredulidad y desprecio. Bueno, responder "al final hemos comprado un perro y mañana vamos a recogerlo" a la pregunta "¿dónde están los esquíes?" tiene eso, que la  conversación se vuelve absurda.
Cogió el auricular del teléfono, nos dio la espalda  y marcó  "éstos, que acaban de comprar un chucho pulgoso" y saludando  al amigo de esta guisa volvió a su vida.
Era la más pequeña de la camada, tenía un aire frágil y acusó  la separación enseguida porque apenas caminaba cuando la dejábamos en el suelo. El viaje de dos horas en coche tampoco ayudó, se mareó y vomitó el último  regalo de su madre. Tres mesines de una caniche enana apenas dan para un kilo y eso fue lo que dejamos en el suelo de madera.
Mi hermano también había salido a recibirla y cuando la vio se agachó igual que los musulmanes cuando rezan y extendiendo los brazos hacia ella susurró amorosamente "uy, chuchilla" y no volvió a bajarse de su regazo hasta que atacó un trozo de zancarrón tan grande como su cabeza en el suelo de la cocina. Ese vínculo duró toda la vida, bueno, toda su vida.
A veces, cuando me he resignado sin darme cuenta y no puedo ver más allá de mi  ombligo, algo dentro de mí que me saca de mi despiste y trae la imágenes como la  de  Peki en los brazos de mi hermano. 
Y descubro cómo el amor crea puentes, derriba obstáculos imposibles  o sana heridas tremendas sin dejar cicatriz y  es entonces cuando salgo de mi desastre y puedo  recordar la verdad del milagro y  la alegría de la vida viviéndose.



Las Palmas, 27 de agosto 2016



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