Detrás del rumor del tráfico,
del alboroto de las aves y
Las Palmas 12 de Noviembre 2010
* Inspirado por E. C.
Provengo de una tribu que vivía en una isla. La tribu, por un motivo que ya recuerdo, tuvo que abandonarla y desde entonces, cada uno de nosotros viaja en el tiempo. Así que de vez en cuando, me encuentro con alguien con quien me es fácil hablar y también estar en silencio. Cuando esto ocurre le cuento mi historia y sonríe porque, verdad o leyenda, algo alegre y profundo nos une.
* Historia extractada de la autobiografía de Alejandro Jodorowsky.
“Cuando sepas lo que quieres, la vida te lo va a dar” Belén increpando a Ada en una charla, febrero de 2009.
Vivo en un mundo donde las personas no se conocen, sino que se reconocen.
Donde viajar a un sitio no es descubrirlo, sino recordarlo.
Donde lo importante es ser, no aprender.
Donde la tierra se comparte porque no pertenece a nadie.
Donde aparece la escucha activa mientras las opiniones se disuelven.
Donde los niños son maestros intuitivos y los adultos se esfuerzan por conservar su corazón de niño.
Donde el valor esencial eres tú mismo y compartirte el mejor de los regalos.
Donde los aciertos se construyen a partir de un enjambre de errores.
Donde la felicidad respira en nosotros y no puede sernos entregada.
Os lo cuento porque éste es mi mundo y porque amo mi vida.
Las Palmas, 06 de agosto de 2010
Trato de escribir desde el intento, quiero decir que no espero una respuesta o reacción: escribo porque necesito explicarme a mí misma ciertas cosas, dejando de usar a lo demás como pretexto para decirme lo que necesito oír.
Sin embargo, a veces ocurre que me dejáis un comentario o incluso un mensaje y la magia de la realidad se derrama en palabras.
L es una amiga de hace poco tiempo, alguien que apenas roza mi vida y con quien no suelo coincidir. Esta escasez no ha impedido que haya un vínculo profundo entre nosotras y que el otro día aún dolorida, me regalara parte de su autenticidad (ésa que guarda con tanto cuidado detrás de comentarios frívolos).
Por respeto a su privacidad, sólo añadiré que buscaba consuelo entre los mensajes del blog. Ésta es la respuesta que me he dado:
Un día descubrirás que no hay consuelo posible, sólo alivios pasajeros. Por eso los demás no pueden ayudarnos, por eso al final estamos sol@s con nosotr@s mism@s.
Primero intenté ser otra, cualquiera, no importaba quién y fue terrible descubrir que únicamente podía brillar siendo yo misma (a fuerza de negarme, tampoco esto sabía cómo hacerlo).
Después busqué las respuestas fuera de mí, lo que era, en realidad, otro desprecio, aunque más sutil.
Al fin un día empecé a darme las respuestas, lo que me dio la pista de que ya estaba.
Encontré en mi honestidad el amor hacia mí misma y como si un velo se levantara apareció el Otro. El Otro que era la vida expresándose en un espacio y tiempo distinto.
Pero había más.
Miré y descubrí a los seres que llaman inertes, tan antiguos como la tierra, y descuidadamente, levanté la vista y vi cómo las estrellas me hablaban y el tiempo desaparecía. Me vi moviéndome entre ellas pero el espacio ya no estaba.
Sobre mi respiración quedó mi cuerpo y sobre él, la sonrisa de quien ha comprendido.
Agradecida, Ada
De vez en cuando caigo en la cuenta de los progresos que noto en mí misma: cómo hago por ser flexible, receptiva o paciente. Estas son palabras sencillas pero me suponen un esfuerzo y una rutina a la que no estoy acostumbrada.
A veces es peor, porque se trata de desaprender algo para cogerlo por otro sitio. Pongo un ejemplo: cuando era niña, mis hermanos y yo manteníamos nuestros cuartos arreglados porque mi madre nos lo mandaba.
Al morir, una de las cosas que se llevó fue la exigencia de pulcritud, así que me volví perezosa. Realmente ordenaba para contentarla y quedé presa de un hechizo que se rompería si ella volvía y recitaba las palabras mágicas “Ada, ordena tu cuarto”.
Cuando me di cuenta de esto, dejé de esperarla y aprendí que es hermoso tener la casa limpia, que me gusta ver superficies y que el orden me calma (cuando ordeno, me ordeno).
Bueno, decía que a veces noto cómo mis habilidades, a fuerza de usarlas, se amplían y la semana pasada pensé que estaba haciendo las cosas con bastante conciencia.
Esta autosatisfacción me duró poco porque la vida, que no desaprovecha una, vino a darme en los morros: perdí el móvil.
“Pues sí que ando bien” pensaba bastante escocida ya que sabía que con su pérdida bloqueaba la oportunidad de trabajar, mi agenda diaria y el contacto con los amigos. Una liada, vaya.
Recordé la historia del samurai que decidió presentarse ante un gran maestro porque se sentía preparado para le acogiera como discípulo. Entró en la casa, se presentó y después de explicar al maestro su proceso de aprendizaje hasta ese momento, escuchó una pregunta:
- ¿En qué lado de la puerta has dejado tu katana?- el samurai se levantó y sin decir nada se fue por donde había venido. Lo hizo porque no podía recordarlo y esa falta de atención le demostraba que aún no estaba preparado.
Lo mío fue más de andar por casa, sin testigos frente a los que avergonzarse.
Una hora después apareció el móvil (bien escondido en el maletero) pero no importaba porque ya había hecho mis deberes.
Las Palmas, 16 de junio de 2010
Se precisa empleada del hogar, interna, zona Tafira.
Persona seria, responsable y preferiblemente con referencias.
Se ofrece contrato y Seguridad Social, llevar C.V. a la calle X,
preguntar por XX, Gran Canaria, 928...............
Llegué a una oficina sobria, con cierto toque de diseño y me encontré con el matrimonio: él, director general y ella, sus labores.
El primero en hablar fue el director general quien me expuso las condiciones del trabajo. Lo primero que saltó de la oferta fue el término contrato, porque la jornada laboral comenzaba a las siete de la mañana y acababa a las nueve de la noche (después descubrí que se extendía habitualmente hasta las diez). Además, como los sábados también trabajaba, salían un total de setenta y cinco horas semanales.
El tiempo lo dedicaría a limpiar la casa, atender a los niños después del colegio ayudándoles con los deberes, darles de cenar y meterlos en la cama.
Mi futura jefa me explicó que su actual interna les había destrozado prendas de armani en la secadora y estaban buscando a alguien con un poco de sentido común.
Por suerte para ellos, yo me lo había dejado en casa: necesitaba el trabajo y aunque la hora trabajada salía por tres euros, de tanto trabajar, al final de mes era una cantidad digna.
Cuando llegué a casa me di cuenta de que nunca había estado todo el día trabajando y tardaría muy poco en reventar (caer enferma o por las escaleras del dúplex desmayada), así que escribí una carta en la que gentilmente declinaba la oferta y se la llevé a la oficina.
Él no estaba y su secretaria me dijo que buscaban a alguien de confianza, que fuera lista y negociara. Dejé que la buena mujer me vendiera el mismo coche con diferente matrícula y al día siguiente llamé y negocié las condiciones: tres horas de descanso al mediodía y los sábados libres (el director general me regateó el desayuno de los niños del sábado y se lo di).
Empecé a trabajar y los niños, viciados por las numerosas mujeres que habían pasado por el empleo, se dedican a desobedecerme, sabiendo que sus padres no los castigarían.
Así que decidí civilizarlos usando recursos que nunca había necesitado en mis anteriores trabajos: mordiscos (culo y pecho principalmente), chuparles la nariz y pedorretas en la tripa, además de abundantes cosquillas (por todo el cuerpo, claro).
Al tercer día el pequeño dejó de repetir la frase “éste es el peor día de mi vida” y el mayor se acostumbró a despertar con una sonrisa en la boca (su juego favorito era el arrastre, que consistía en cogerle por los pies y arrastrarle por el suelo hasta la cocina para que hiciera los deberes o cenara).
El miércoles (llevaba trabajando apenas tres días) , mi jefa se presentó en casa diciendo que su antigua empleada filipina deseaba volver y que cómo lo hacíamos.
Tranquilamente le contesté que me diera un margen para encontrar un lugar en el que vivir y que me iría el viernes de la semana siguiente. Ella se mostró impaciente porque me marchase antes y le confirmé que el viernes de la semana siguiente.
Aquella semana y media no sólo me sirvió para encontrar un sitio donde dormir, sino que también me permitió aprender varios trucos de cocina (la señora era una excelente cocinera); estrechar lazos con los niños; descubrir que no sé planchar (soy experta en fabricar arrugas, es un don que tengo) y tener una curiosa conversación con mi futura exjefa:
Había comido y estaba ya en mis horas de descanso cuando me llamó desde la cocina y me preguntó quién iba a cocinar las lentejas. Le respondí que era mi rato libre y ella me preguntó si no me parecía “un poco mucho tres horas para descansar”. Con un sencillo “no” di la conversación por concluida y me subí al cuarto que compartía con la plancha.
Cuando bajé la señora de la casa estaba cocinando las lentejas y al parecer seguía rumiando nuestra escasa conversación porque sacó otra vez el tema.
Le aclaré que once horas de trabajo ya me parecían suficientes y ella contestó que no le parecía trabajo, trabajo, que para ella trabajar era estar estresada, corriendo de un lado a otro. La conversación siguió cordialmente hasta que tuve que ir a buscar a los niños al autobús.
Llegó el sábado por la mañana y después de darles el desayuno a los niños, recogí mis cosas para meterlas en el coche de la amiga que me había venido a buscar.
Entre risas mi ya exjefa me dio dos besos y me confesó “eres la chica más rara que he conocido” y mientras le contestaba “sí, ya lo sé” me metí en el coche con la seguridad de cerrar un ciclo.
Gracias a ella viví la experiencia de saber que si no me valoraba apropiadamente, me colocaba en una situación muy precaria a expensas del criterio de otros y que hay veces, que la miseria se viste de armani.
Las Palmas, 26 de Abril de 2010
* Título extractado de una película de dirigida por Antonio Ozores del año 1968.
Todo comenzó hace más de seis meses, cuando alguien del coro sugirió la finca de Osorio para reunirnos en un intensivo. “Hay lista de espera, debemos decidirlo ya para enviar la solicitud”, dijo, así que en aquel ensayo lo votamos.
En enero, cuando se acercaba la fecha, nos la cambiaron “qué pesados” pensé, “seis meses esperando y además te arriesgas a que las fechas bailen, espero que el sitio valga la pena”.
El día antes de ir hablaba con una amiga de los planes del fin de semana:
- Los amigos hablan maravillas del sitio, pero lo único que quiero es sobrevivir al fin de semana. Tengo cogidos los pulmones, estoy afónica y me canso con facilidad, realmente voy para oír el repertorio y anotar las indicaciones del director- expliqué desganada.
Cuando llegamos el sábado a la mañana, los que se habían adelantado (afortunados que disponían mejor de su tiempo y habían entrado el viernes a la tarde en la finca) nos indicaron dónde estaban las habitaciones, la cocina, el comedor y la sala de ensayo.
Dejamos las maletas, la comida y con las partituras bajo el brazo distribuimos las sillas formando un pequeño anfiteatro. El teclado improvisado sobre la mesa, cojines para las sillas, Román con partituras para los despistados, bombones y varios termos nos sirvieron para engañar el frío de la mañana.
Al poco rato de estar ensayando apareció un tirolés, bueno, al menos, a mí me lo pareció: vestido con un traje regional centroeuropeo, se quedó escuchando. Era uno de nuestros vecinos, un invitado más de la casa que venía con su grupo de gira.
A la hora de comer, respetamos la distribución de las mesas del comedor y almorzamos en pequeños grupos. La tarde se deslizó tranquila y los que escaparon al sueño cantaron con guitarras, subieron al roque o simplemente se quedaron charlando. Incluso hubo quien aprovechó la invitación de un grupo celta que traía sus bailes y canciones.
Además observamos un continuo goteo de corredores que atravesaban la finca. Una amiga dijo:
- Mirad qué cansados, algunos vienen desde el sur de la isla- comentaba apenada.
Sin embargo, yo veía su determinación y eso me admiraba “La gente se aparta cuando ve pasar a un hombre que sabe adónde va” había leído en algún sitio. Aquellas personas estaban donde querían estar, buscaban sus límites físicos y se arriesgaban. Sentadas en el sendero que subía al roque, los veíamos pasar y un silencio respetuoso pausaba nuestra charla hasta que sus pasos se perdían entre las rocas.
Después de la cena un coralista nos pidió que sirviéramos de conejillos de indias: estaba preparando un taller de risoterapia y a modo de prueba y también de regalo nos ofrecía que participáramos[1].
Cuando terminamos, muchos se recogieron en los cuartos y unos pocos fuimos a dar un paseo sin más compañía que la oscuridad.
-Hay un sitio cerca de aquí que se llama El Llano de la Brujas- dijeron, y yo, muerta de curiosidad, ignoré la voz de mi interior que me decía que necesitaba esas horas para descansar.
Me hablaron de los duendes que guardan la finca, de extrañas fotos en las que se ven con más facilidad y de que se divierten haciendo travesuras a los visitantes.
El fuego de la chimenea quemó nuestros pensamientos y cuando al filo de las cuatro de la madrugada, renuncié a las brasas a cambio de una sencilla manta, pensé que al día siguiente pagaría caro el exceso.
Había estado toda la semana durmiendo mal, tosiendo por las noches y respirando con mucha dificultad. En aquella habitación estábamos sólo un famoso roncador y yo “mis pulmones silban tanto que hoy soy roncadora. Por favor, que mis toses no le despierten” pedí y me dormí resignada.
Cuando me desperté oí que mi compañero de habitación roncaba generosamente y descubrí que mi respiración estaba limpia. También mi voz se había recuperado y cuando lo comenté en el desayuno me dijeron:
- Es el clima y claro, que este sitio es mágico- y con una sonrisa silenciosa concluyeron la explicación.
Después del ensayo de la mañana, mientras muchos preparaban la comida (había organizada una hermosa paella para todos), decidí escaparme al Llano de las Brujas para hacer una meditación.
A esas horas los visitantes comparten ese lugar pero pensé que encontraría un sitio tranquilo. Cuando llegué observé a los distintos grupos: amigos, familias, varios perros e incluso un pájaro carpintero que trabajaba desde lo alto.
Allí estaba.
Su tronco era inmenso, a pesar de que su altura era escasa. Pero había algo más: su interior se abría desde la base y cuando te sentabas dentro, podías ver sus pliegues vivos retorciéndose hacia el cielo.
Así que cerré los ojos y respiré profundo, agradecida.
Dimos buena cuenta de la paella formando una gran mesa y aplaudimos la maña de los cocineros. El resto de la tarde sirvió para que recogiéramos y los guardas, que habían estado asistiéndonos el fin de semana, nos ayudaron con las últimas indicaciones.
Cuando llegué a casa llamé a mi amiga y le conté todo:
-Hay algo especial allí, algo mágico- concluí sonriendo y pensé que toda la espera había valido la pena.
Las Palmas, 21 de abril de 2010
[1] Después de muchas risas, descubrimos que era buena escribiendo cartas y por eso me ha tocado escribir ésta.
Al principio eran reflexiones en postales de cumpleaños, después vinieron las cartas y con naturalidad, aparecieron los cuentos. Llegó un momento en que esas sensaciones y pensamientos entrelazados trascendieron a sus destinatari@s y se convirtieron en un regalo para cualquiera que lo supiera desear.
Descubrí que cada persona leía un cuento distinto y aunque a veces me preguntaban por su significado, aprendí a callarme al ver que los relatos dejaban de pertenecerme y adquirían vida propia.
Así que cuando me preguntan, sólo explico que los protagonistas son amigos, seres que salen de sus personajes y tratan de ser reales. También mi actitud ha cambiado y ya no tengo miedo de que no gusten o de que se malinterpreten, escribo desde el corazón y eso basta.
Sin embargo, en ocasiones me ha llegado una reacción de escasez “a mí nadie me ha escrito un cuento” dicen y de repente veo ante mí adultos que son huérfanos de cuento, una curiosa especie de niño que puede aparecer en cualquier ecosistema familiar.
Sé que no puedo cambiar el mundo, que no puedo dar a tod@s es@s niñ@s sin cuento el amor de sus padres en forma de relato infantil y que cada uno habrá de encontrar el camino de vuelta a su tribu, pero también sé que puedo comenzar a hacerlo.
Del mismo modo que hice conmigo misma con “En Busca de la Felicidad”, me marco un objetivo: Un niño, un cuento. No obstante, cuando escribo sobre alguien me sumerjo en la intimidad de sus universos y para hacerlo libremente, antes, debo ser invitada.
Por eso, tú, sí tú, niñ@ sin cuento que estás leyendo esto, háblame de ti, cuéntame quiénes te criaron y con esas referencias te devolveré tu cuento, ése en el que encontrarás el más precioso de los tesoros.
Érase una vez una niña que se sentía triste y asustada y no sabía muy bien porqué. Los sucesos que habían provocado esos sentimientos estaban ocultos en su memoria y la tristeza y el miedo eran, en realidad, un simple eco.
El pasado enviaba mensajes cifrados que impedían a la niña crecer, así que decidió volver sobre sus pasos e ir recuperando los momentos que habían marcado su existencia: recordó su tierno cuerpo y sus pocos años, recuperó la soledad, el abandono, la violencia, la angustia y el horror que habían quedado anclados en su memoria.
Entonces pidió ayuda a la Madre Tierra. Entró en ella y cantó su canción. La Madre Tierra acogiéndola, vibró destilando su ser y lo perfumó. De este modo, la niña vio cómo el horizonte se ampliaba y por primera vez, no supo lo que iba a suceder.
Las Palmas, 16 de enero de 2010