miércoles, 11 de mayo de 2022

La Última Harimaguada

Mi alma pasta como un cordero en la belleza de las mareas crecientes, no es mío, es de El Príncipe de las Mareas, no la película sino el libro. En la película lo traducen distinto y no liga tan bien.

Eso me gustaría contarte, que soy una persona pacífica y pausada; que sé estar en un espacio con gente o que gano en las distancias cortas, despertando curiosidad y admiración en quien me conoce o que mi compañía es tan cálida como la leña que arde en las chimeneas durante el invierno.

Pero no quiero estar así, deseando ser algo distinto por muy bonito que sea y tampoco quiero esconderme. Quiero ser yo, pero tampoco sé bien cómo es ser yo..

Empiezo de nuevo, sin esconderme y sin tratar de ser otra... por favor, dame espacio, sé amable conmigo, espera:

Era una excursión a un yacimiento aborigen de los muchos que hay en la isla, me llevaban en coche porque el acceso requiere demasiadas conexiones de guagua. El lugar está azotado por el viento y la sequía, así que lo que crece lo hace a expensas solo de su determinación. Los pocos matorrales que dibujan el camino se deforman delatando la dirección en la que sopla el viento y la poca tierra que hay, intenta anidar sin éxito entre las piedras.

En la zona norte de la montaña, hay una cueva principal con cuatro aberturas y un espacio amplio “en el amanecer del solsticio de verano la luz ilumina todo este espacio” me explicaban “está tallado, no son cuevas naturales.. hecho a mano... aquí vivían hombres y mujeres como monjes y sus rituales tenían que ver con la naturaleza... cuando llegaron los españoles vieron el futuro de esclavos que les esperaba y al grito de Atis Tirma (Tirma es la isla) se lanzaban al precipicio”. Allí estaba el precipicio, en el lado sur de la montaña. Escuchaba esta historia del lugar mientras observaba los pequeños habitáculos en la parte alta de difícil acceso, justo encima del despeñadero.

No fue un momento exacto, no tengo un recuerdo preciso del instante, pero alguien me susurró algo que consoló el horror que acababa oír “o esclavos o ejércitos que conquistaran las otras islas... nosotros no queríamos eso, queríamos quedarnos aquí. La única forma en que lo podíamos hacer fue ésa”.

Me senté en la cueva enorme mientras el resto de amigas charlaba y se desperdigaba por la montaña “me llamo Ada y vengo del norte más allá del mar... los humanos hacemos cosas hermosas pero en estos cuatro siglos hemos destruido gran parte del planeta” le confesaba resignada y avergonzada. Seguí hablando con ella y alguien me vino a buscar para ir al coche “no te vayas” dijo la cueva “debo hacerlo, me han traído en coche” me justificaba. “volveré pronto” añadí pero me sonó a excusa, como ésas que les dicen a los niños y que se ven que son mentira “mañana venimos otra vez, ya verás” y mañana nunca llega.

Salí compungida buscando el sendero menos pedregoso y una amiga cerca de mí dijo “la cueva no quiere que nos vayamos”.

Ahí exploté, les dije que era cierto, que los aborígenes aún estaban ahí y que la cueva tenía voz propia. Nadie me pidió explicaciones, ni discutió la verdad de lo que decía. La amiga y yo volvimos a la cueva y nos quedamos un rato más que nos supo a regalo y paz compartida. Delante de aquellos seres silenciosos pude escuchar mi votos “cuando pueda dar con mano invisible y hasta donde pueda, estaré al servicio de la vida”.

Fue tiempo después que lo contaba en confianza cuando me di cuenta de que me había convertido en una harimaguada y de que tenía un lugar al que volver y en el que estar en buena compañía. 

                                                                              Tirma 11 de mayo 2022
































































































































































sábado, 13 de junio de 2020

Ella Me Pintó



Fui a comer a casa de una amiga y mientras esperábamos a que el arroz reposara, vimos en la televisiõn una entrevista.
- Mira, es Mónica Lignelli, una pintora  argentina. El otro día estuve en su taller hablando con ella- de eso trataba la entrevista, de su viaje a España y su casa-taller en un pueblo perdido de la meseta.
Pasaron los meses y fui a Portugalete para asistir a un taller de danza-trance. El taller se impartía en una amplia sala de yoga y ahí estaba ella, bueno, su obra,  bueno, una obra. La pintura enorme de una mujer presidía la estancia. Reconocí el trazo y los colores y volvió el recuerdo de la entrevista con algún detalle "no pongo título a mis cuadros".
Pasó el día y los meses y las navidades llegaron tan festivas y perezosas como siempre.
- Mónica Lignelli está exponiendo en la estación Abando-  ése es el problema de mantener la amistad con alguien, que acabas teniendo temas recurrentes que vuelven de vez en cuando.
Con el paso de los años, he aprendido  a fijar la atención en cosas que me persiguen. Pongo un ejemplo: en su día varias personas que no se conocían entre sí me recomendaron "Donde cruzan los brujos" de Florinda Donner. 
Lo leí y renegué de él, pero ahí no quedó el asunto. Allí donde iba alguien me mencionaba el título y yo le contaba que lo conocía, que me había decepcionado muchísimo porque la protagonista, en su largo proceso de aprendizaje, una y otra vez se equivocaba.
Me llevó  diez años reaccionar, plegar mi impulso de darle fuego  y volver a leerlo. Encontré en él las equivocaciones de Florinda, pero también un montón de ejercicios para mí que he practicado por temporadas.
Así que sin darle mucha importancia, pensé en ir a la exposición de la pintora y si veía un cuadro bonito, me lo regalaría por mi cumpleaños.
Aquella mañana de enero el frío solo  mordía el abrigo y en mi impunidad bajaba animosa la calle que une la estación de trenes con mi piso. Un tramo de escaleras mecánicas y una sala totalmente acristalada que mostraba impúdicamente su interior a los transeúntes.
Todo el espacio estaba anegado de ellos, en la paredes como un puzle, en el suelo como adoquines o en hileras como los libros en una balda. El camino estaba tan bien delimitado por los cuadros, que era su ausencia precisamente lo que marcaba el recorrido.
Me lo topé de frente, una bofetada. No me  dolió pero algo explotó en mi cabeza. Inmóvil, me olvidé de si había gente tras de mí esperando para pasar. Apareció un pensamiento ¡SOY YO! y después  nada, una nada silenciosa. 
No conseguía pensar, ni moverme, estaba en estado de shock  "¡me han pintado!" balbucí en mi interior. Aún consternada otro pensamiento pasó veloz "¡qué bonito es!". 
No sé si fueron los dos años de filosofía en el bachillerato pero mi mente formuló el final del silogismo  " entonces, yo soy bonita". En ese instante estallé en lloros, inconsolable. 
Desde chiquitina siempre he procurado no llorar delante de nadie para evitar burlas. Cuando veíamos una película en familia y pasaba algo triste, mis hermanos se giraban y  hacían algún comentario chistoso al ver mis lágrimas. Tantos años intentando esconderme y allí estaba, tan asombrada, que  lloraba escandalosamente, al fin libre de la aprobación de los demás.
No sé lo que tardé, no importaba. Me sequé las lágrimas, tranquila y con los ojos recién llorados, me acerqué a hablar con la autora.
- Hola, me has pintado, ese cuadro soy yo. No puedo entender cómo, sin conocerme, has podido hacerlo.
A pesar de lo extravagante de mis palabras, ella me trató con amabilidad, sin sorprenderse de lo que le contaba. Me regaló una rana para sellar la magia del encuentro y cuando salí de allí me llevaba bajo el brazo, bien empaquetada, una niña llena de colores, canicas, plumas, conchas marinas y dos ventanas para mirar el mundo.


Las Palmas de Gran Canaria 13 de junio 2020



¿Nunca has visto la belleza del barranco,
o te has estremecido sintiéndote pequeña 
y pobre al mirarlo?
Le decía mi nombre y origen
y creía que con eso le daba algo.
Sigo el sendero seco por el verano, callada,
sabiendo que el estío lo tornará regato.


Las Palmas De Gran Canaria 11 de febrero 2020




Los Ladrones Somos Gente Honrada*

Tenía que hacer tiempo, apenas cuarenta minutos entre clase y clase, pero no me daba para volver a casa en autobús. Así que al yoga llevé la mochila del tiro con arco, pasaría los cuarenta minutos en la biblioteca, rodeada de empleados, opositores y estudiantes.
El edificio está restaurado, las salas son amplias y los techos quedan atravesados por vigas de madera, lo que le da un aspecto noble. Si no fuera porque el aire acondicionado es bastante ruidoso, sería el rincón perfecto para perderse o encontrarse, según el día.
Ya antes de entrar en el ascensor le olí. Me llegó un fuerte olor a tabaco acumulado y otro aroma corporal, que era a la vez ácido y penetrante. Mi olfato no es especialmente sensible y la persona estaba a más de un metro de mí (calculando mi tamaño y el de la mochila), con lo que concluí, sin curiosidad, que quien estaba detrás  llevaba bastante tiempo sin lavarse.
Cuando entramos en el ascensor, pulsé el botón y antes de girarme oí una voz  en mi cabeza "tienes detrás  un ladrón", "sí" pensé "pero no le da tiempo a robarme".
Un piso hacia el sótano y otro hacia primera planta y cuando la puerta se abre, hay siempre un mostrador con un bibliotecari@ en él. No había tiempo y me giré tranquila. 
Él aprovechó para decirme algo que no entendí bien "¿Tienes alxxx peee café? Estaba claro que me estaba pidiendo dinero para tomar un café. Se le juntaron las palabras igual que me pasa cuando pido algo y siento que no me lo merezco. En esos momentos siento un pudor violento, como si me hubieran pillado en una falta y me la estuvieran reclamando. Le miré a los ojos y negué con la cabeza "mejor esto que robar" respondió impotente.
Entonces ocurrió algo profundo, verdadero e inesperado "es verdad, me es más fácil robar, que pedir lo que necesito" le contesté sin pensar y él asintió.
La puerta del ascensor se abrió y salimos sin atender a convenciones o saludos vacíos.

Las Palmas de Gran Canaria 13 de junio 2020

*Título de una obra de Jardiel Poncela, dramaturgo.






martes, 16 de mayo de 2017

Mentiras Piadosas

Había ganado unos kilos y lo sabía porque la ropa me ajustaba demasiado. Es una sensación incómoda a la que no acabo de acostumbrarme a pesar de que me sucede bastante a menudo.
El otro día una amiga delicadamente me comentó que su hijo le había preguntado porqué estaba tan gorda y ella, prudente, le había dicho que  era porque disfrutaba mucho comiendo. 
Una de las cosas por la que me gustan  los niños, es  por su forma fresca y desinhibida de enfrentarse por primera vez al mundo. Sin embargo,  el filtro de la amiga no siempre estaría ahí para protegerme,  así que, de algún modo, debía prepararme.
Desanimada, salí de casa con Fido (compañero de piso que es perro) y mientras atravesaba el semáforo pensaba en qué respondería a un niño si me preguntase porqué estaba tan gorda. 
Cuando pisé la última barra blanca del paso de cebra ya tenía una historia concisa que explicara el tamaño adquirido. Dos semanas. Eso fue lo que tardé en testar la respuesta con niños:  dos niñas cinco años y el mayor de siete.
- Tienes un bebé dentro- dijo N triunfalmente señalando mi abultada tripa.
- No- respondí escueta y apurada.
- ¿Entonces?- insistió.
- Es que por la noches duermo con la  boca abierta y a veces respiro tan fuerte que me trago varias estrellas- iba a contarles  que cuando muriese todas esas estrellas saldrían de mi cuerpo apresuradamente como si de un fuego de artificio se tratara iluminando el firmamento nocturno de nuevo. Pero no pude porque el niño dejó de jugar, levantó la cabeza y sus ojos y boca se abrieron acompasados al imaginarme aspirando estrellas.
No pude hacerlo. 
Un niño puede creer cualquier cosa. Sin parámetros con los que medir el mundo, es libre de construirlo con cualquier instrumento que encuentre a su paso.
Por eso no pude hacerlo, por bonita que fuera mi historia era más importante preservar su tierna inocencia sin artificios.
- No es verdad, me he inventado esa historia- dije avergonzada de mi mentira-,  es que como mucho- confesé. 
El niño ajustó y sus ojos  sorprendidos que miraban más allá de la pared se posaron nuevamente en mí.
-  Pues deja de comer- rió N y volvió a sus juegos como si nada. 
La  respuesta de la nena me recordó que muchas veces, la vida, se ríe de mí dándome la solución que necesito y que me he vuelto loca buscando.
Las Palmas 16 de mayo de 2017

domingo, 28 de agosto de 2016

De La Rue*

Acababa el mes de mayo en la finca y alguien me comentó “llega a la isla un grupo de jodorowskianos a dar unos talleres”. Ahí perdí el interés porque hacía años que había renunciado a hacer cursos, pero a mi interlocutora no le importó la fingida indiferencia “los conocerás de todas formas, es en Shejala”.
Llevaba viviendo en la finca mes y pico y el acontecimiento invadió mi realidad: preparar las habitaciones (bueno, dicho así suena un poco pretencioso, digamos mejor alojamiento), la compra para una semana entera para siete invitados (tres venían de regalo, por amistad y con la promesa de pasar unas vacaciones, al fin y al cabo, la isla es conocida por la calidez de sus días) y la tensión de no saber apenas cocinar (mi jefa en esa época aún está esperando por la elaboración de varios menús y es que solo sé elaborar algunos segundos y varios postres).
“Del cielo a las raíces” rezaba el flyer, incluso un programa de televisión de la isla les reservó unos minutos para entrevistarles.
Por cortesía se les fue a buscar al aeropuerto y cuando llegaron fueron instalándose en diferentes habitáculos (la caseta, la sala de meditación y las literas del barracón). 
Lo primero que recuerdo de él fue el  miedo que tenía a mirarle directamente a los ojos, El chico que llevaba la finca se acercó con él, me lo presentó y me pidió que le preparara la cama. Eso no era lo habitual, porque solíamos entregar las sábanas y la manta y que cada cual se apañara, pero yo lo que quería era volver a mis cosas, así que solícita asentí, me giré y fui directa al barracón.
Era un hombretón fornido, cuarenta y tantos, mirada afilada (un águila nos sobrevoló durante la comida a modo de saludo) y voz profunda. Con el paso  de los días fuimos conociéndonos y entre temazcales y cenas 
les conté mi viaje a París, el secreto de mi nombre y ellos, generosos, fueron mostrándome quiénes eran:
Un cantante de ópera en ciernes; una médica que siguiendo los pasos de Milton Erickson y su abuelo aplicaba la hipnosis a la terapia tradicional; una clown que me enseñó la importancia del "medio esmero" de su madre en la cocina (atendiendo a la elaboración estando presente y dejando que se haga); una india lejos de su tribu y el hombretón de enorme recorrido que se había vuelto terapeuta sabiendo que ése tampoco era el final del camino.
Me sentía  tan cómoda  con ellos, que sin darme dejé de esconderme y cuando ya acababa la semana,  el sábado por la tarde, justo antes del taller de sexualidad, me acerqué a la chica india y le dije:
- Me gustaría asistir al taller de sexualidad pero -a partir del pero empecé a sentirme pequeña y pobre- no puedo pagarlo. Tal vez algún tipo de trueque... escribo cuentos, doy masajes, no sé- cuando llegué a masajes la voz ya me fallaba. "Te vendes mal" la voz de mi hermano resuena cuando escribo esto.
- Voy a hablar con el resto porque tenemos una bolsa común y ahora vuelvo- dijo con suavidad y se fue. Me quedé aún más avergonzada al darme cuenta de que todos se enterarían, ¡qué apuro! pensé arrepentida de mi petición esperé un rato que se me hizo cortísimo gracias a la sensación de humillación y estrés que sentía en ese momento.
- Para participar en el curso tienes que construir conmigo un círculo de piedras alrededor de este árbol- ella esperó mientras yo miraba extrañada el suelo que nos rodeaba y asimilaba que me lo estaban regalando.
El primer ejercicio del taller era contar una historia pelín picante sobre la persona que teníamos al lado, en cuanto preguntó quién quería empezar, levanté la mano como un rayo y solté lo primero que se me pasó por la cabeza:
- Ella es tiene un coño muy bonito y además es presumida, pero claro ¿cómo disfrutar de la admiración de los demás sin provocar un escándalo? Una idea cruza su cabeza con la solución y sale disparada de casa, llega a la playa, se quita la ropa y entra en el mar con las piernas bien abiertas. 
Buah, las almejas, las ostras y los mejillones rompieron a aplaudir extasiados de tanta belleza- se oyeron unas risas y alguien por lo bajo explicaba al hombretón "es que escribe cuentos".
El taller era creativo y a medida que hacíamos los distintos ejercicios íbamos rotando para emparejarnos. También fuimos a una cueva a pintar y usamos de paleta unos platos de plástico. De vuelta en la sala los dejamos apartados y cuando fuimos a recuperarlos para otro ejercicio, me adelanté,  cogí  uno de ellos y se lo pasé a su dueña.
Al verlo, ella se sorprendió y dijo:
- La verdad es que no entiendo cómo sabías que era el mío- éramos diez personas en el curso.
- Yo tampoco lo entiendo- respondí con sinceridad. En circunstancias normales solo había podido reconocer el mío, pero estando con ellos mis capacidades se habían, no sé, ¿ampliado, estabilizado?. Por cierto, esta experiencia me aclaró porqué a veces uno más unos suman más de dos.
Sin darle mayor importancia volví a la página que en ese momento tenía delante. Mientras acababa el garabato oía la voz de la mujer explicando que en el siguiente ejercicio íbamos a usar una flor y  una voz en mi interior  dijo "ya sé con quién lo voy a hacer". Era la misma certeza que tenía momentos antes con el plato de plástico.
Levanté los ojos del papel y una amistosa mirada afilada esperaba a que acabara. Asentí con la cabeza y él sonrió. Es un privilegio para mí estar con gente que me hace sentir bien conmigo misma y ése no fue su único regalo.
Cuando llegó la mañana de la despedida fui uno a uno, feliz, sin dolor alguno por su marcha (otro regalo). Abracé a Antuán y le dije "cuando te conocí me diste mucho miedo"  y él gruñó con la fuerza de los animales salvajes "calla tonto" y me reí participando de la broma.
Me contaron que a veces se reunían y se mantenían en contacto de puntos tan diferentes como Sevilla, Valencia, Barcelona o París y yo, ingenua de mí, llevo años pensando que un día aprovecharé una de esas reuniones para verlos a tod@s.
Ya no podré verle, al menos como yo esperaba. Ha muerto y rastro de cariño que ha dejado no es suficientemente ancho como para que yo lo transite con mi humanidad.
Esta noche apenas he cenado, tal vez vaya a verle. Sí, eso haré, voy a encontrarme con él  como hacen los  viejos amigos, ésos que ya no necesitan decirse nada y sienten un placer enorme al notar la cercanía del otro. Es más, invitaré a todo el grupo. Joder, nunca pensé que la reunión podía organizarla yo. 
Buenas noches hermano, ya voy... 


Las Palmas, madrugada del  28 de agosto 2016




* Los nombres de los protagonistas de esta historia se han obviado por respeto a su privacidad.

viernes, 5 de agosto de 2016

El Amor Todo Lo Puede

No me gustan las frases hechas o las que se usan para sentar cátedra, como la de arriba. Siento una mezcla de rabia y aburrimiento cuando las oigo porque la persona que las usa no se ha molestado en ser medianamente original o simplemente, de filtrar las conclusiones de otros sobre la vida y hacerlas suyas aportando algo propio. 
Como si la sustancia que pudieran tener al principio  se hubiese ido perdiendo cada vez que alguien ha recurrido a ellas para explicarse. Es como esa ropa usada que pasa por varios hermanos y cuando te la pones ni te queda bien ni te gusta y da igual, porque te la tienes que poner de todas formas.
Corría el inicio del año 92 y Martes y Trece en la última gala del año puntualizaba lo importante del año con la exposición universal y las olimpiadas  ("mil novecientos noventa y dos", decía uno "no nos va a dar tiempo", cantaba el otro. El dúo cómico vestía igual que los niños de San Ildefonso en  la lotería de navidad y uno de ellos echaba cemento con una pala en una hormigonera mientras el otro constataba el resultado) .
Aún estaba en el instituto, las notas habían sido razonables y en casa a mi hermana y a mí nos premiaron con material de esquí. Aprovecharíamos el fin de la temporada y encontraríamos buenas marcas a precios más que asequibles. 
Toda la familia, menos mi hermano mayor (en el coche no cabíamos tod@s), acabamos en un centro comercial francés en las afueras de Biarritz (o San Juán de Luz, ya no me acuerdo bien). Las ofertas eran tan buenas, que se habían acabado. Ni rastro en las tiendas del final de la temporada y  productos a un precio habitual.
Nos dimos una vuelta por el sitio antes de volver de vacío al coche y en una de las tiendas de animales vimos una madre con tres cachorros de caniche. 
Los álbumes antiguos de mis padres tenían fotos que amarilleaban en los bordes y cinco perros posaban indiferentes en el patio detrás de la casa.  No recuerdo a ninguno, Sapiturrina (la más fea y simpática que comenzaba todas las polémicas y arrastra a sus hermanos), Tardón, (que tuvo parásitos intestinales y hacía todo más despacio hasta que la medicación hizo efecto y se descubrió que era el más brioso de la camada) y el resto se colaron en alguna historia infantil pero poco más.
Mi madre nos dejó claro  lo mucho que había sufrido al tener que regalar a los pequeños (cinco perros y tres bebés criándose en un piso.... sin comentarios) pero dejó una puerta abierta "si alguna vez tenemos perro, también será un caniche".
La puerta parecía no abrirse nunca a pesar de que tuvimos varias oportunidades con perros callejeros y los gatos que se habían adueñado del patio de atrás. 
"¿No querías caniches? pues ahí tienes tres para elegir". En el escaparate una madre amamantaba  a  tres pequeñines que eran todo pelo. Después de que mi padre los confundiera con pekineses, se improvisó una pequeña reunión familiar en el pasillo
"¿Quién lo va a llevar a matar?" mi madre a veces no se andaba con tonterías. Un compromiso de vida, solo de su vida, "¿quién lo sacará?" después de unas respuestas rápidas entramos en la tienda. Los cachorros estaban sucios y aún no tenían las vacunas, así que concretamos volver al día siguiente.
"¿Un chucho, habéis comprado un chucho?" decía mi hermano con una mezcla de incredulidad y desprecio. Bueno, responder "al final hemos comprado un perro y mañana vamos a recogerlo" a la pregunta "¿dónde están los esquíes?" tiene eso, que la  conversación se vuelve absurda.
Cogió el auricular del teléfono, nos dio la espalda  y marcó  "éstos, que acaban de comprar un chucho pulgoso" y saludando  al amigo de esta guisa volvió a su vida.
Era la más pequeña de la camada, tenía un aire frágil y acusó  la separación enseguida porque apenas caminaba cuando la dejábamos en el suelo. El viaje de dos horas en coche tampoco ayudó, se mareó y vomitó el último  regalo de su madre. Tres mesines de una caniche enana apenas dan para un kilo y eso fue lo que dejamos en el suelo de madera.
Mi hermano también había salido a recibirla y cuando la vio se agachó igual que los musulmanes cuando rezan y extendiendo los brazos hacia ella susurró amorosamente "uy, chuchilla" y no volvió a bajarse de su regazo hasta que atacó un trozo de zancarrón tan grande como su cabeza en el suelo de la cocina. Ese vínculo duró toda la vida, bueno, toda su vida.
A veces, cuando me he resignado sin darme cuenta y no puedo ver más allá de mi  ombligo, algo dentro de mí que me saca de mi despiste y trae la imágenes como la  de  Peki en los brazos de mi hermano. 
Y descubro cómo el amor crea puentes, derriba obstáculos imposibles  o sana heridas tremendas sin dejar cicatriz y  es entonces cuando salgo de mi desastre y puedo  recordar la verdad del milagro y  la alegría de la vida viviéndose.



Las Palmas, 27 de agosto 2016