miércoles, 21 de abril de 2010

Carta después de Osorio

Todo comenzó hace más de seis meses, cuando alguien del coro sugirió la finca de Osorio para reunirnos en un intensivo. “Hay lista de espera, debemos decidirlo ya para enviar la solicitud”, dijo, así que en aquel ensayo lo votamos.

En enero, cuando se acercaba la fecha, nos la cambiaron “qué pesados” pensé, “seis meses esperando y además te arriesgas a que las fechas bailen, espero que el sitio valga la pena”.

El día antes de ir hablaba con una amiga de los planes del fin de semana:

- Los amigos hablan maravillas del sitio, pero lo único que quiero es sobrevivir al fin de semana. Tengo cogidos los pulmones, estoy afónica y me canso con facilidad, realmente voy para oír el repertorio y anotar las indicaciones del director- expliqué desganada.

Cuando llegamos el sábado a la mañana, los que se habían adelantado (afortunados que disponían mejor de su tiempo y habían entrado el viernes a la tarde en la finca) nos indicaron dónde estaban las habitaciones, la cocina, el comedor y la sala de ensayo.

Dejamos las maletas, la comida y con las partituras bajo el brazo distribuimos las sillas formando un pequeño anfiteatro. El teclado improvisado sobre la mesa, cojines para las sillas, Román con partituras para los despistados, bombones y varios termos nos sirvieron para engañar el frío de la mañana.

Al poco rato de estar ensayando apareció un tirolés, bueno, al menos, a mí me lo pareció: vestido con un traje regional centroeuropeo, se quedó escuchando. Era uno de nuestros vecinos, un invitado más de la casa que venía con su grupo de gira.

A la hora de comer, respetamos la distribución de las mesas del comedor y almorzamos en pequeños grupos. La tarde se deslizó tranquila y los que escaparon al sueño cantaron con guitarras, subieron al roque o simplemente se quedaron charlando. Incluso hubo quien aprovechó la invitación de un grupo celta que traía sus bailes y canciones.

Además observamos un continuo goteo de corredores que atravesaban la finca. Una amiga dijo:

- Mirad qué cansados, algunos vienen desde el sur de la isla- comentaba apenada.

Sin embargo, yo veía su determinación y eso me admiraba “La gente se aparta cuando ve pasar a un hombre que sabe adónde va” había leído en algún sitio. Aquellas personas estaban donde querían estar, buscaban sus límites físicos y se arriesgaban. Sentadas en el sendero que subía al roque, los veíamos pasar y un silencio respetuoso pausaba nuestra charla hasta que sus pasos se perdían entre las rocas.

Después de la cena un coralista nos pidió que sirviéramos de conejillos de indias: estaba preparando un taller de risoterapia y a modo de prueba y también de regalo nos ofrecía que participáramos[1].

Cuando terminamos, muchos se recogieron en los cuartos y unos pocos fuimos a dar un paseo sin más compañía que la oscuridad.

-Hay un sitio cerca de aquí que se llama El Llano de la Brujas- dijeron, y yo, muerta de curiosidad, ignoré la voz de mi interior que me decía que necesitaba esas horas para descansar.

Me hablaron de los duendes que guardan la finca, de extrañas fotos en las que se ven con más facilidad y de que se divierten haciendo travesuras a los visitantes.

El fuego de la chimenea quemó nuestros pensamientos y cuando al filo de las cuatro de la madrugada, renuncié a las brasas a cambio de una sencilla manta, pensé que al día siguiente pagaría caro el exceso.

Había estado toda la semana durmiendo mal, tosiendo por las noches y respirando con mucha dificultad. En aquella habitación estábamos sólo un famoso roncador y yo “mis pulmones silban tanto que hoy soy roncadora. Por favor, que mis toses no le despierten” pedí y me dormí resignada.

Cuando me desperté oí que mi compañero de habitación roncaba generosamente y descubrí que mi respiración estaba limpia. También mi voz se había recuperado y cuando lo comenté en el desayuno me dijeron:

- Es el clima y claro, que este sitio es mágico- y con una sonrisa silenciosa concluyeron la explicación.

Después del ensayo de la mañana, mientras muchos preparaban la comida (había organizada una hermosa paella para todos), decidí escaparme al Llano de las Brujas para hacer una meditación.

A esas horas los visitantes comparten ese lugar pero pensé que encontraría un sitio tranquilo. Cuando llegué observé a los distintos grupos: amigos, familias, varios perros e incluso un pájaro carpintero que trabajaba desde lo alto.

Allí estaba.

Su tronco era inmenso, a pesar de que su altura era escasa. Pero había algo más: su interior se abría desde la base y cuando te sentabas dentro, podías ver sus pliegues vivos retorciéndose hacia el cielo.

Así que cerré los ojos y respiré profundo, agradecida.

Dimos buena cuenta de la paella formando una gran mesa y aplaudimos la maña de los cocineros. El resto de la tarde sirvió para que recogiéramos y los guardas, que habían estado asistiéndonos el fin de semana, nos ayudaron con las últimas indicaciones.

Cuando llegué a casa llamé a mi amiga y le conté todo:

-Hay algo especial allí, algo mágico- concluí sonriendo y pensé que toda la espera había valido la pena.

Las Palmas, 21 de abril de 2010



[1] Después de muchas risas, descubrimos que era buena escribiendo cartas y por eso me ha tocado escribir ésta.

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